La princesa de la torre
La
joven princesa había nacido en la torre, completamente sola y
encerrada.
La
torre elevada en medio de un mar angosto en un pequeño arenal, solo
tenía dos ventanas que asomaban a oriente y occidente, pudiendo
dejarle ver la salida y la puesta de sol.
Era
feliz.
Todo lo
feliz que se puede ser cuando nunca se ha conocido nada más.
No
recordaba como había llegado allí, ni recordaba a nadie más salvo
de su propia existencia.
Se
pasaba horas mirando por la ventana a la lejanía viendo las olas
repicar contra el muro de la torre, imaginando como debía ser el
mundo más allá del mar.
Así
fueron pasando los años, convirtiéndose en una mujer.
Un buen
día, vio algo distinto a la lejanía por la ventana de oriente. Ella
aún desconocía el significado de ello, pero era un velero que se
acercaba a toda prisa hacia la torre.
Aquella
pequeña novedad provocó que su tímido corazón se agitara y
empezara a latir rápidamente. Que buena nueva le iba a traer el
mar?, precisamente a ella cuando el mar parecía ser tan amplio y no
tener fin. Que la convertía en tan especial?.
Se
apartó de la ventana temblorosa y emocionada. Debía de ponerse sus
mejores galas para recibir aquella buena nueva.
Esperó
mirando por la ventana, dando las gracias a los dioses por aquel
tremendo milagro que no se consideraba merecedora.
Ella
que nunca había salido de la torre, desconocedora por completo del
mundo de alrededor y que jamás había dado nada a cambio por
permitirse estar allí, viviendo en esa preciosa torre. Cuán
agradecidos debían de ser los dioses.
El
velero cada vez estaba más cerca, habían pasado cerca de dos días
desde que lo había divisado por primera vez en la lejanía, los
cuales le seguían pareciendo una eternidad.
Sonreía
tímidamente y como cada día, daba las buena nueva al sol y a la
luna por aquel regalo.
Pero al
tercer día empezó a llover.
Nunca
antes había visto llover y le pareció el espectáculo más hermoso
que en toda su vida se le había mostrado. Cuanta bondad habitaba en
el corazón de los dioses que en tan poco tiempo, le regalaban tanto.
Pero
por infortunio un relámpago brotó del cielo golpeando al mástil
provocando que el velero empezara a arder y haciendo que el velero
empezara a hundirse lentamente.
Sus
pequeños ojos no daban crédito.
Quedó
agarrada a la ventana recibiendo la lluvia en la cara mientras a
menos de cien metros veía como el velero se iba hundiendo, siendo
ella incapaz de poder hacer nada más que mirar.
Rezó
al sol, rezó a la luna, pero ninguno de los dos apareció.
La
lluvia siguió durante toda la noche y las olas siguieron rompiendo
contra la torre.
Se
despertó con los primeros rayos de sol golpeándole la cara mojada
por sus lágrimas saladas. Levantó la vista.
Ya no
quedaba absolutamente nada del velero, el mar estaba en calma. Mirase
hacía donde mirase, todo parecía indicarle que el velero nunca
existió.
Se
levantó de nuevo como cada mañana y se puso sus mejores galas.
Volvió
a saludar al sol y a la luna. Volvió a mirar hacia al mar y sonrió
porque ahora ya sabía algo más.
Tenía
una preciosa torre que le daba cobijo y a veces, quizá una, dos o
quizá nunca más, el mar traía objetos extraños con él.
Se
asomó a la ventana nuevamente, a la espera del nuevo velero.
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